Las compañías de bajo coste existen desde hace más de 70 años. Fue en 1949 cuando la Pacific Southwest Airlines empezó a transformar los viajes en avión con sus operaciones en los aeropuertos más pequeños de la Costa Oeste de Estados Unidos, además de otras muchas novedades para la época, como los billetes automatizados o las máquinas de facturación automática.
Sin embargo, la revolución del bajo coste se produce en fechas mucho más recientes, con la liberalización del transporte aéreo. En Europa, la aparición de este tipo de compañías, como Ryanair, EasyJet, Air Berlin o Vueling, transformaron, como nunca antes, el sector turístico y contribuyeron a la democratización de los viajes.
Además, las ‘low cost’ permitieron que un gran número de ciudades medias, hasta ese momento ajenas al turismo, empezaran a convertirse en destinos para miles de viajeros. Antes, las rutas aéreas estaban de alguna forma monopolizadas por muy pocas compañías y la organización del tráfico solía hacerse de un modo que podríamos llamar ‘radial’: desde las pequeñas ciudades sólo se podía viajar a las capitales y de éstas al extranjero.
Por el contrario, las compañías de bajo coste tienen un modelo de negocio muy diferente. Su objetivo es ofrecer rutas desde aeropuertos secundarios, con poco tráfico, lo que les permite estar menos tiempo en tierra. No podemos olvidar que estamos hablando de negocio y que cada minuto que los aviones están parados las compañías están perdiendo dinero. Los pequeños y medianos aeropuertos facilitan un aterrizaje y despegue con menor tiempo de espera y, por tanto, un menor gasto de combustible.
Paralelamente, muchos gobiernos municipales y regionales -aunque no quieran reconocerlo públicamente- otorgaron subvenciones a esas compañías para que se establecieran en sus aeropuertos, ya que vieron en las compañías de bajo coste una oportunidad única para atraer el turismo. Ciudades como Cracovia, Leipzig, Palermo, Dresde o Bilbao empezaron a situarse en el mapa turístico.
Las compañías de bajo coste permitieron, por tanto, una posibilidad de rutas mucho mayor. Además, la liberalización del tráfico aéreo coincidió con el gran auge de Internet. Cualquier persona tiene ahora la posibilidad de comparar precios y comprar al momento, cosa que no ocurría hace unos años, cuando sólo se podía comprar billetes de avión a través de las agencias de viajes. Esto, evidentemente, también ha supuesto un ahorro importante en los costes.
Hay otros muchos aspectos que contribuyeron a que el precio de los billetes de estas aerolíneas sea mucho más bajo que el de las compañías aéreas tradicionales: los aviones no suelen ser propiedad de las empresas, sino que están gestionados en régimen de leasing; las compañías prescinden de muchos de los servicios que ofrecen los aeropuertos (autobuses que trasladan a los pasajeros entre el avión y la terminal, plataformas que permiten la entrada en el aparato sin pisar la pista, etc.), los vuelos no ofrecen comida o revistas.
Todo esto, como decimos, permitió bajar el precio. Y a menor precio, más viajes. Numerosos turistas multiplicaron sus escapadas con motivo de vacaciones, fines de semana o puentes festivos. Se consiguió, como hemos indicado antes, una democratización del turismo y una multiplicación de los destinos. Cualquier ciudad podía ser ahora un destino turístico. Las ventajas para el sector turístico eran evidentes.
Pero, como en otras muchas cosas, no es oro todo lo que reluce. El aumento de los viajes trajo consigo un incremento de la contaminación y contribuyó a la masificación de muchas ciudades del mundo. Muchos residentes de ciudades hasta ese momento poco o nada turísticas, empezaron a sentirse expulsados de propias ciudades ante la llegada de millones de turistas.
Esa era la imagen a la que muchas personas se habían acostumbrado. Hasta que llegó la Covid-19. Los efectos provocados por la pandemia han sido devastadores para el sector turístico, pero también han permitido que volvamos a disfrutar de nuestras ciudades sin masificación, que no haya que esperar colas interminables para ver un museo o que incluso se pueda pasear de forma tranquila. Y esto tiene consecuencias.
Francia ha anunciado estos días su intención de prohibir los servicios regulares de transporte aéreo de pasajeros en los trayectos en el interior del país que puedan realizarse en tren en menos de dos horas y media, según indica el artículo 36 de la ley de lucha contra el cambio climático aprobada el 10 de abril por la Asamblea Nacional, pendiente de aprobación en el Senado.
La limitación de vuelos en favor de la alternativa ferroviaria es una de las medidas más innovadoras del proyecto de ley del clima y la resiliencia, presentado el pasado mes de febrero al Consejo de Ministros por la ministra de Transición Ecológica, Barbara Pompili. El texto asumido por el presidente Emmanuel Macron incluye buena parte de las propuestas elaboradas por la Convención Ciudadana por el Clima creada especialmente por el propio presidente Macron, con participación de entidades sociales, para el debate del problema climático.
Pese a que en algunos aspectos el proyecto supone un avance importante respecto a la actual legislación francesa sobre cambio climático y tiene como objetivo reducir sus emisiones de carbono, en Francia, en un 40% de aquí a 2030 con respecto a los niveles de 1990, durante las últimas semanas ha recibido numerosas críticas de diversos grupos ecologistas que consideran que debería ser aún más ambiciosa.
Entre los principales objetivos del artículo 36 de este proyecto de ley se encuentra la eliminación de los vuelos regulares de pasajeros entre París (Orly) y Nantes, Lyon o Burdeos, por poner algunos ejemplos. La Convención Ciudadana por el Clima había exigido renunciar a los vuelos domésticos en caso de existir alternativas de menos de 4 horas en tren, aunque finalmente se optó por las dos horas y media para no dejar territorios incomunicados.
Pese a rebajar el margen de vuelo, la medida ha provocado la indignación de parlamentarios de diferentes bandos, a menudo elegidos en demarcaciones del suroeste de Francia, recordando que Airbus tiene su sede en Toulouse. Igualmente, han llegado numerosas críticas por el costo humano desproporcionado de la prohibición.
Sin embargo, lo más destacado ha sido el debate que la medida adoptada por Francia supone para el sector turístico de toda Europa y no son pocos los empresarios que se preguntan si no estamos asistiendo al final de las compañías de bajo coste y, por tanto, al fin del turismo que hemos conocido en los últimos años.
Ya antes de la pandemia, para moderar el impacto negativo del turismo, un movimiento ambientalista mundial llamado ‘vergüenza de volar’ (flight shaming en inglés) animó a los viajeros a evitar los viajes en avión. Hay que tener en cuenta que el sector del transporte es responsable de una cuarta parte de las emisiones de carbono en todo el mundo. La aviación representa poco más del dos por ciento de ellas, y antes de que comenzara la pandemia, el número de personas que tomaban vuelos comerciales no paraba de crecer.
Ahora la preocupación por el daño irreparable de las emisiones de carbono de los vuelos está haciendo que un grupo creciente de viajeros cambie sus hábitos. Los defensores de un turismo más verde son optimistas con el hecho de que el brote de coronavirus no cambiará eso. Es evidente que tenemos que hay destinos a los que hay que seguir viajando en avión, pero parece que ha llegado el momento de equilibrar el crecimiento y el respeto al medio ambiente. Sin sostenibilidad, ya sabemos, no habrá turismo.
Este artículo es un resumen de la noticia original publicada por Sustentur: “¿Ha llegado el fin de los vuelos de bajo coste?”. Con la colaboración de Francisco Manuel Pastor Marín.